12 jul 2010

LA PUERTA (PUBLICADO EN “PULSACIONES”)

Alguien la sigue. No puede ver su rostro, pero escucha sus pasos. Todo está muy oscuro, no quiere darse vuelta porque tiene miedo. Piensa que mirar hacia atrás es una pérdida de tiempo; sería fatal, la alcanzaría. Reconoce el palpitar de su corazón a extrema velocidad, los latidos golpean en su cabeza. Está muy cansada. Presiente un estallido dentro de su cuerpo. El terror la invade. Cree que corre, pero realmente está paralizada. Los músculos no le responden. Oye un grito, no sabe si le pertenece, seguido del pasmoso silencio de su propia casa, de su propia cama, de su propia alma. No es la primera vez que despierta a medianoche con esa sensación. La soledad, los pasos, como si fueran reales, el miedo. Pesadillas. Son terribles, tan reales. Quizá no recupere el sueño. Se desespera, intenta pensar en otra cosa. Por su memoria pasan los momentos vividos, trata de que sean los buenos. Intenta con insistencia y consigue finalmente dormirse.
A la mañana siguiente se levanta muy temprano, como de costumbre. Se lava la cara, los dientes. Hace el desayuno para todos. Los obliga a despertarse. No comenta sus pesadillas. Todos tienen ocupaciones y problemas. No es necesario molestarlos con tonterías. Después de todo, lo que a ella le sucede es algo común, habitual.
Los despide de a uno: los niños, a la escuela; su marido, al trabajo. Otra vez, la casa y ella. A su alrededor los colores son ocres, como su vida.
Las cortinas, habría que lavarlas. El caso es que son tan blancas, la tierra se les pega. Piensa que a ella también se le pegan muchas cosas, como a las cortinas. Las reuniones tediosas a las que debe asistir, las conversaciones insulsas de las vecinas, las necesidades de todos que no son las propias. Manchas que no deberían estar allí, son como las marcas de la vida. Las revistas en el piso, ropa sucia, esqueletos de chupetines y papeles de golosinas pegoteados. Restos de elementos cotidianos que dicen algo, aunque no hablan.
Los adornos del aparador, habría que repasarlos. Las fotografías, un poco también. Es que el polvo, como el aire, se filtra por todos lados. No lo vemos, pero está, ayer y hoy…
Suena el teléfono; no, no quiero atender, que dejen un mensaje.
–Hola, María. ¿Te acordás de que hoy hay yoga? Nos vemos en la clase.
Con paciencia, toma la franela y, con mucho cuidado, vuelve a lustrar los portarretratos.
¡Hace ya tantos años! Los niños eran pequeños… Están tan grandes. Aprovecha, ya que está, limpia los otros muebles. Camina por toda la casa, recorre los recuerdos que dejó su familia ausente. Las carpetitas de las mesas de luz que tejió su madre, los tapices para el nuevo hogar hechos por la tía Angélica, pobre. El cenicero que dice “Recuerdo de San Rafael” –si nunca fumamos, ¿para qué compramos un cenicero en la luna de miel? Cosas–.
Sus ojos se topan con el reloj; los minutos, como detenidos; el tiempo es largo y pareciera que la está esperando. Se pregunta qué quiere el tiempo de ella.
Camina, incierta, entre esas paredes que hoy la contienen. De repente ve algo distinto, algo que antes no estaba y ahora sí está. Encuentra en su propia casa otra puerta.
Es distinta a las demás. Tiene bordes y realces, como las puertas antiguas. Es de caoba oscura. Toca el picaporte y lo suelta de inmediato para confirmar la nueva realidad. Desafiada por la intriga, desconfía. Comienza a disfrutar el sabor de lo desconocido, dulzón, pero a la vez agridulce, inquietante, perverso. La atrae su forma y color, el brillo. Todo el día en casa, todos los días, y nunca antes la había visto. Quiere vencer su propia inercia, pero carece de valor. Decide ignorarla.
Sigue con las labores rutinarias. Muchas veces pasa por delante de la puerta y vuelve a verla. Otras veces pasa, pero no la mira.
Es mediodía, no tiene hambre, no come. Antes, por la tarde, miraba la televisión. Descansaba un rato. Las tardes son difíciles, ya está todo hecho. La casa siempre desierta. Enciende el aparato, ¡pero qué frío! Habrá que pensar algo especial para la cena. Un segundo después los personajes irrumpen en su living y en su vida. Los sabe lejanos, irreales. La heroína está tomando un baño desnuda en el río, sin percibir que la están observando. Que te vean así… Un escalofrío recorre su cuerpo. Corte.
Aprovecha para levantarse. Necesita tomar algo, agua, soda. Pasa por delante de la puerta, que ayer no estaba, está segura, y ahora está, sigue estando.
Resuelve, impulsivamente, cubrirla con un mueble.
El resto del día ya no piensa más en ella. Casi logra olvidarla. La casa está en orden. A eso de las cinco vienen los chicos y se llena de sonidos, de movimientos. A la noche regresa su marido. Conversan, cenan, hacen el amor, van a dormir. Día complicado, sin poder hablar con nadie, sobre… Qué extraño, la familia pareció no verla. Ni siquiera notaron el cambio de lugar del aparador, ése que movió para cubrirla. Mejor así. De lo contrario tendría que dar explicaciones.
Nuevamente la persiguen. Corre, está exhausta. Ve la puerta. Sabe que sólo tiene una alternativa. Sin dudar, la abre. Algo extraordinario, increíble, impensado hay detrás de ella.
Se despierta cubierta en sudor. Le es imposible recuperar la serenidad. No puede dormir. Está boca arriba en la cama y siente las piernas flojas. No entiende sus propios pensamientos; por la noche todo es confuso.
Se incorpora, con la lentitud de quien conoce su inevitable destino. Verifica que su marido no haya notado sus movimientos. Aún duerme, se asegura. Camina hacia el cuarto de los niños. Hay una luz encendida. La conmueve la paz que irradian sus despreocupados rostros infantiles. Quisiera guardar esa imagen para siempre, pero al presionar con suavidad la perilla del velador ya no puede distinguirlos en la oscuridad. Cierra las puertas de las habitaciones. Se dirige hacia lo que quiso ignorar y no pudo. Mueve con cuidado el mueble que la oculta.
Allí está, se anima. La abre de una vez, la cruza y la cierra tras de sí.

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