12 may 2011

La última sequía (Publicado en el libro "Pulsaciones")

Una sombra se acerca, unas manos la atrapan; se sacude, se espanta; quiere correr, no puede, grita, pero su voz se ahoga y el corazón late sin freno. El infierno se empeña en regresar, casi real, en la oscuridad de sus noches solitarias.
Imágenes recurrentes la asolaban, haciéndole revivir aquellos momentos, como fatal castigo para su alma torturada. Con una frecuencia indeseable, se despertaba por las noches temblorosa y fatigada. Sabía por qué, pero no quería admitirlo. Las escenas volvían a repetirse, como ese día, al abrir sus ojos. Ignorantes, porque los ojos nunca saben lo que van a ver cuando los párpados se levantan ansiosos, incapaces de mantenerse cerrados. Pero ella hubiera querido no abrirlos nunca más, para evitar la mirada de la gente, para no tener que ocultarse de la ignominia y enfrentarse con su propia verdad.
Trató de levantarse con lentitud. El cabello le molestaba, se le adhería a la frente humedecida por el sudor. Se incorporó. Sacando los pies fuera de la cama, se sentó. Puso una mano sobre el respaldo de madera que le sirvió de sostén; con la otra apartó su larga y espesa cabellera lacia, oscura, perfecta, contrastante con la piel. Su tambaleante figura delgada se movía insegura por la habitación en penumbras, tratando de alcanzar el ventanal. Al conseguirlo, corrió con delicadeza el grueso cortinado y se sintió acariciada por la mansa luna. Los árboles desparramaban su sombra sobre el campo reseco. A lo lejos, el molino parecía un duende quieto, estirando sus brazos en la soledad de la noche. Algunos animales, los pocos que habían podido salvarse, estaban en el corral. Muchos eran ya carroña u osamenta diseminada donde la vida los había abandonado. Los cuervos parecían los únicos felices invitados al festín de pena y muerte. Y eso era lo que quedaba, después de tanto esfuerzo y entrega.
Abrió la ventana. Un aire con perfume a hierbas inundó su espíritu. Le hacía falta esa brisa para soñar que al alba todo podía ser distinto. Y así permaneció, quién sabe cuántas posibles eternidades, con la mirada fija en los árboles, en el lecho del río seco o en el aljibe que sabía vacío.
Los sonidos del amanecer le arrebataron sus pensamientos; un gorjeo mezclado y melancólico de trinos se empeñaba en arrastrarla lejos de ese paisaje de tierra infecunda y amarga; su tierra, dolorida y desdichada, como ella. Quizá fuera cierto, como decían algunos, que el daño estaba hecho, que para remediar la escasez y la miseria había que conseguir que lloviera a cualquier precio. Dar lo que fuera necesario, pactar con el demonio si no había otra. Porque, para algunos, la oración era el camino; pero para otros, lo era el conjuro.
Sin embargo, quizá hubiera otra posibilidad. Al principio, se rumoreaba en los rincones, en secreto, por temor a ser considerado loco o desquiciado. Pero después fue subiendo el tono, y con las voces cayó el desconsuelo y creció la esperanza. Hasta que, luego del boca a boca, fueron tantas las hazañas escuchadas, que se decidió llamar al “atrapa tormentas”; una suerte de gringo, bolacero para muchos, que podía lograr lo que parecía imposible: hacer llover.
Andaba de pago en pago, en su carreta destartalada, arrastrando una extraña maquinaria y seguido de sus famélicos perros. Nada se perdía con probar, porque no aceptaba pago en retribución de sus servicios o su ciencia, como dijeron por ahí. Él podía darles alivio, eso era lo que todos querían. Pocos acertaban a dar una descripción del hombre, porque pasaba bastante tiempo dentro de su carromato. Que era viejo, petiso y velludo, decían unos; que usaba unos lentes muy raros, otros. En realidad, nadie podía decir más; pocos lo habían tratado. Además, se alejaba antes de que cayeran las primeras gotas, para evitar a curiosos o agradecidos. Era una alternativa, aunque algunos no creían en sus habilidades de músico, mago o científico.
Ella estaba de acuerdo; después de todo, había que depositar la fe en algo. Bajó las escaleras y, una vez en la cocina, puso a calentar agua para el mate. Se entretuvo un rato mirando las fotografías colgadas en las paredes. Esos hombres y mujeres que la precedieron, todos muertos ya. Ahora, ella estaba a cargo, y con la abuela tenían la tremenda responsabilidad de no defraudar a la gente que trabajaba en sus tierras. Si bien habían vivido muchos momentos difíciles, nunca se había sentido tan sola. Eran su familia, y por generaciones habían hecho de la estancia un paraíso de trabajo y destrezas.
Se detuvo ante el retrato de su abuelo que lucía la vestimenta tradicional del 9 de Julio, para los festejos del centenario. Las botas negras de potro con espuelas, camisa de mangas holgadas, con puño. La bombacha, sostenida por una faja. El cinto de cuero, adornado con monedas de plata, cerrado por delante con una rastra; pañuelo al cuello, sombrero de alas angostas, poncho, cuchillo, rebenque en mano. Cuerpo macizo, fuertes los brazos, mirada fiera, pelo entrecano… Pasó una mano sobre el cuadro, quería acariciarlo. Otras fotografías mostraban peones durante la doma o la yerra, antiguos arados y otras herramientas de campo; hachas, azadas, sostenidas por esos hombres aguerridos, trabajadores de la tierra. Imágenes de la vida, galería de recuerdos y pasiones. Pero había una que no quería ver, por eso la dio vuelta; ya no podía cruzarse con esos ojos que, al juntarse con los suyos, la lastimaban una y otra vez.
El silbido del agua la volvió a la realidad, “tan caliente no sirve para mate”, se dijo. “Quizá en pocos minutos se despierte la abuela y podamos matear juntas”. Decidió esperarla. Pasó frente al espejo del comedor. No le gustaba mirarse, sentía pudor al ver su cuerpo, su rostro, y la vergüenza le hacía bajar la mirada. Desde ese día, había perdido el valor, aunque después él se fuera, escapara, y ya no volviera. Y no se atrevió a decir nada. ¿Qué iba a decir? El abuelo se habría vuelto loco porque no era ningún flojo; lo habría buscado emperrado y desafiado a muerte… y ya estaba muy viejo… El otro, más joven, fuerte y maligno, casi seguro lo habría acuchillado. Y desde entonces, para ella no hubiera existido nada por qué vivir, debiendo cargar con la deshonra y la peor culpa. Así, al menos, nadie conocía su desgracia. Todos se preguntaron por qué, así nomás, una noche el capataz se había ido. Si estaba bien pago, si la cosecha había sido abundante, si aún quedaban buenos potros ariscos para domar. Se llevó el mejor redomón, y ya no lo volvieron a ver.
Acomodó, casi por costumbre, las florcitas secas de la repisa cerca del retrato de sus padres. Aprovechó para sacar fuerzas de una plegaria. Estaba arrodillada, haciendo la señal de la cruz sobre su pecho, cuando oyó una música lejana, inusual, persistente, mezcla de tambor y campanillas. Al acercarse al ventanal, pudo distinguir una figura borrosa a lo lejos; era el “atrapa tormentas”, en plena labor donde nacía el bosque. No estaba muy cerca, lo suficiente como para distinguirlo en su carromato, con su carga milagrosa de artefactos, ciencia y misterio. Dos matungos aplastados lo arrastraban con cierta dificultad. Se alegró al pensar que pronto todo sería distinto, y su rostro se iluminó con un destello de ilusión.
No dejó de observarlo durante los días que siguieron. Se estacionó lejos de la casa, para que no lo molestaran, y permaneció allí por algún tiempo sin que nada extraordinario sucediera. Los peones continuaron con sus labores cada vez menos necesarias en el campo sediento, herido de muerte.
Días más tarde, cuando estaba recogiendo algunos yuyos sanadores bajo la arboleda, la sobresaltó un ruido. Al voltear, creyó que el mundo se derrumbaba; el hombre que la había ultrajado y la seguía atormentando desde su inconsciente estaba allí parado, y dudó; no sabía si era real o no. No pudo reaccionar a tiempo. Como aquella vez, el miedo la paralizó, le impidió gritar, correr. Él le dijo algo que no entendió, porque había perdido la facultad de oír. Con los ojos fijos en el suelo, se negaba a ver. Luego, su mirada se detuvo en un matorral cercano, donde unas perdices intentaban esconderse; la cesta cayó al piso y se derramó su contenido. Él comenzó a tocarla, a acariciarla despacio, para que no se moviera, tratando de ganar su confianza. En ese momento, su pesadilla se convirtió en realidad. Sintió su aliento muy cerca, sus manos le revolvían el cabello y sus labios la besaban con impudicia. El cielo se puso oscuro y cambió el olor del aire. Comenzó, no supo cómo, a defenderse, a patear, a gritar, porque ya sabía lo que seguía. Le clavó las uñas en la cara, en el cuerpo, y trató con todas sus fuerzas de apartarlo. Cuando sintió que la profanaba, intentó gritar, pero él le tapó la boca con la mano. Ella logró morderlo, y él se defendió con violencia y con golpes; sus manos furiosas le presionaron el cuello y, antes de perder la conciencia, pudo escuchar el tambor y la música. Pero a él no le importaba, ya no podía detener su feroz y descontrolado ataque.
Estuvo cerca de lograrlo otra vez, como la anterior, pero no pudo. Feroces ladridos paralizaron todos los sonidos, y cuando él se dio cuenta, ya era demasiado tarde. No pudo zafar de los perros ni del certero golpe que terminó con su vida. Entonces, ella se sintió liberada de la tortura y del escarnio; finalmente, se supo vengada. Se hizo la noche en el día, luego se iluminó el cielo y se escucharon los truenos. Se sintió revivir junto con la tierra, al recibir las frescas gotas de agua sobre el rostro, y el ya casi olvidado perfume producido por la lluvia fue un bálsamo para su alma. Logró recuperar la respiración y sentarse con lentitud. A pesar de que sus ojos estaban muy lastimados y cubiertos de lágrimas, pudo ver el sendero encendido por los relámpagos y, de espaldas, al sujeto pequeño y velludo que se alejaba.
Y lo pudo ver a él, ensangrentado, sin vida, tendido a sus pies.
No se hablaba de otra cosa en fogones y pulperías, ya que llovió hasta que el río se salió de su cauce. Nadie dudaba de la habilidad del “atrapa tormentas”; y aunque nunca se supo su nombre ni paradero, bastaba con nombrarlo para que él apareciera, en su carreta destartalada, arrastrando su extraña maquinaria, para hacer llover si era necesario. Los payadores, en sus recorridas nocturnas, lo mencionaban y homenajeaban en sus cantares. Y aunque todos sabían de sus buenas intenciones, nadie se animaba a acercársele demasiado. No sea cosa que les sucediera lo mismo que a ese cristiano. “¡Ni la madre hubiera podido reconocerlo al pobre!”, todos decían; había quedado con la cara destrozada por las mordeduras; y pensaban “tal vez por andar espiándolo”.

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