23 feb 2011

Sólo se trata de un par de sandalias

Nunca había creído demasiado en el poder de los objetos. A veces, hasta solía burlarme de cierta gente por los atributos casi mágicos que le conferían a algún anillo, adorno, o inclusive a una prenda de vestir cuya posesión los hacía sentir diferentes. Llegaban a imaginar que sus vidas eran exitosas, o podrían serlo, por el solo hecho de tenerlos cerca. Y, en ciertas circunstancias, los invadía un terrible sentimiento de indefensión el día que salían a la calle sin ellos. Yo, por mi parte, consideraba esto algo relativo a una enfermedad de la mente, o adjudicaba este nivel de dependencia excesivo a personalidades solitarias, depresivas, carentes de autoestima o de confianza, circunstancias que, a mi juicio, eran merecedoras de más de una visita al psicoanalista.
Por otra parte, siempre me pareció innecesario depositar la fe en una cosa, ya que nuestros actos derivan de la voluntad propia, y los objetos, por inanimados, son incapaces de expresarse. Además, su calidad de materiales los torna vulnerables, incluso sujetos a la posibilidad de robo, pérdida o deterioro; si algo así sucediera, el desafortunado dueño se vería privado de los efectos benefactores del mismo, salvo que pudieran ser reemplazados; y en este caso quedaría demostrada la falsedad de la teoría del poder de los objetos. En fin, pensaba que si algo impedía depositar nuestra fe en Dios, sin lugar a dudas lo mejor era creer en uno mismo.
Tengo que admitirlo: estaba equivocada. Mi concepción del tema ha cambiado por completo. Debí sepultar mis preconceptos y elaborar nuevas teorías a fin de sostenerme después de lo vivido.
Todo comenzó aquella tarde, caminando por la Avenida Santa Fe, sin ningún pensamiento en particular; allí, simplemente, estaban esperándome. Relampagueantes, atractivas y atrayentes a la vez. Permanecí estática. No podía evitar mirarlas; desviaba mis ojos, pero ellas se desplazaban por sí mismas para obligarme a verlas. No sé cuánto tiempo habremos estado en ese estado de dominación mutua, de dependencia. Yo, desde afuera, sin atreverme a ingresar al negocio por ellas. Y esas sandalias, eligiéndome desde la vidriera, aunque nadie más pudiera notarlo. Logré, al fin, resistirme, seguir caminando, pretendiendo ignorar la fatal atracción. Sin embargo, todos los esfuerzos fueron inútiles: no podía olvidarlas. Pensaba cómo sujetarían mis tobillos, lo sensuales que lucirían mis pantorrillas, la elegancia de sus formas, lo esbelta que me vería al calzarlas, hasta dónde podrían llevarme. En la soledad de mi habitación pude probarlas idealmente, y me sonreí frente al espejo. Sólo pensar en ellas alimentaba mi ego y autoestima. Por un instante no me avergoncé de mis pensamientos, como otras veces; fui quitándome la ropa, prenda por prenda, hasta quedar totalmente desnuda. Me sorprendí de mi actitud, pero pude descubrir una belleza nueva, desenfadada, en la que nunca antes había reparado. Un placer erótico envolvía cada una de mis células, hasta hacerme estremecer desde lo más íntimo de mi ser. Y me gusté, y me escandalicé de estar haciendo el amor con mi pensamiento en soledad, sin remordimiento o culpa. En mi metamorfosis había dejado de lado el pudor, me había transfigurado. Nada quedaba del capullo; ahora era mariposa.
Sentí la extrema necesidad de conseguirlas. Al día siguiente regresé al negocio, pero ya no estaban en la vidriera. Las habían vendido. La empleada me acercó otros modelos, pero de ninguna manera pude encontrar en ellos la simbiosis necesaria para lograr sentirme como yo lo necesitaba. Desde ese día quise sentir nuevos placeres, arriesgarme a vivir sensaciones desconocidas, palpitar otras tentaciones, pero no pude. Había caminos con destinos insondables que me atemorizaban. Sometí mis sentimientos, sumergí mi vida en una tina de agua fría y permanecí allí, congelada, con los ojos abiertos, sin animarme a nada.
Ahora, mi vida es un infame tormento repleto de acciones cobardes, aunque sigo buscando; quizá algún día encuentre mis sandalias. Espero que no sea demasiado tarde.

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